Entre olas, caminos de tierra y sabores que sorprenden, El Zonte invita a vivirlo sin prisa. En tres días, descubrimos dónde comer bien, surfear como local y dormir cerca del mar, siguiendo la esencia bohemia y vibrante de esta playa salvadoreña.
Llegué a El Zonte con la sensación de que este pueblo no necesita GPS, ni usar Google Maps. Para ubicarse la gente señala con un “ahí por” y todo cuadra. Es una playa de costumbres sencillas y cambios que se hacen a pulso. Surf por tradición, oleadas creativas por inspiración y una mezcla de hostales, ranchos y edificios nuevos que conviven sin pelear. En tres días intenté entender ese ritmo. Cómo se come aquí, qué se hace, dónde se duerme y por qué, aun sin grandes pretensiones, El Zonte mantiene intacta su vibra bohemia. Las notas que aparecen en esta crónica vienen del recorrido que hice y algunos datos de los locales que me sirvieron como guía. Sin más, estas son mis 72 horas en El Zonte.
Desayunos de playa

Al mediodía, la bienvenida fue en Palma, una “easy-going shack” a unos pasos de la playa donde el sol todavía no aprieta del todo y la cocina va directo al punto. Pedimos un Power Surf para arrancar. Una mezcla de berries, banana, mantequilla de maní y miel, acompañado con un bowl de pollo con tahini chipotle que sostenía una mezcla de texturas. Hojas, cebolla crujiente, papas con hierbas y un aderezo que funciona como hilo conductor. Palma, creada por Gerardo Ramos y Alberto Maida, respira esa honestidad de playa. Tiene una carta corta, producto fresco y mesas para quedarse sin prisa. Abren temprano (desde las 7:30) y aceptan tarjeta y efectivo.
Rutas de tierra y barro

Con el estómago en calma vino la actividad. Una tarde de barro, subidas y miradores en una caravana de motos y buggies organizada por El Zonte School. Luis Rodrigo Rivas fue nuestro punto de partida, acompañado por José Guillermo, un veterano con 25 años de experiencia en el mundo de las motos y los campeonatos de motocross. La salida se volvió una lección de confianza en los caminos de tierra. Para este paseo hay que vestirse adecuadamente. El pequeño “walking closet-taller” donde se eligen cascos, botas y camisas me recordó que la aventura pide protección (y estilo), porque el barro llega y merece respeto. Subimos hasta el Peñón de Comasagua, en un recorrido de aproximadamente 5 horas. La vista desde arriba justifica la ruta. El litoral dibuja la línea y uno entiende por qué la gente del lugar sigue viniendo a estos cerros. Si te quedás con ganas, las cascadas de Tamanique quedan como asignatura pendiente para la próxima visita.
Cama cómoda, playa a pie

Al caer la tarde me instalé en Lora Loca, un edificio nuevo con estudios funcionales. No es un hotel de amenities. Aquí no hay piscina ni spa, pero su apuesta es otra. Camas cómodas, ducha que cumple y la ubicación justa para moverse a pie por la playa y los restaurantes. Es el tipo de alojamiento para quien prefiere gastar el tiempo entre la arena y los restaurantes.
Recetas viajeras

La cena del primer día la reservé con anticipación en El Vikingo. Es un sitio de cena (solo atienden de viernes a domingo, de 6:00 a 8:30) creado por Joppe Versweyveld, un belga que trajo recetas de viajes y una pizarra gigante al fondo del salón. Pedí Bánh mì con pollo especiado (pan blanco, zanahoria encurtida, hierbas y zacate de limón) y una cazuela de Mac & Cheese. No es barato, y solo aceptan efectivo, pero la experiencia tiene una coherencia. El menú es variado (desde kimchi fire noodles hasta estofado belga), ambiente lleno y mesas que se acomodan a comensales que vienen con hambre de conversación.
Un desayuno que pide volver

Las mañanas en El Zonte piden ritual. Es innegociable el desayuno (o en su defecto brunch) en Canegüe Café, del franco-canadiense Olivier Champagne. Canegüe tiene una regla clara. Solo un plato dulce y uno salado. No más. Ambos platos pueden decir mucho. Desde las galletas de chispas de chocolate con coulis de berries hasta el brioche con huevo y tocino canadiense, cada bocado funciona como un arranque lento y bien pensado. La horchata con café y crema batida merece mención aparte. Es un invento que balancea memoria y novedad. Además, Canegüe acepta cash, tarjeta y bitcoin, un guiño local a la historia de Bitcoin Beach sin convertirse en tesis. El lugar tiene una segunda planta donde se pueden ver surfistas entrar y salir del agua. El menú cambia por temporada, pero siempre dos platos. Uno dulce y otro salado.
Surf con guía local

La mañana puede seguir con clases de surf y una caminata por la orilla. El Zonte School no es una agencia tradicional, sino un punto con gente que conoce el mar y la montaña. Las lecciones de surf son el pretexto perfecto para entender la elasticidad del pueblo. Turistas y locales se mezclan en la ola, se comparte tabla y conversación, y la playa funciona como un nervio vivo. Si preferís un plan menos acuático, la escuela también coordina salidas a catas de café, clases de español y excursiones hacia los cerros.
Prensados y snacks para seguir en movimiento.

Para el almuerzo de ese día elegimos Soya Nutribar, un oasis de jugos prensados en frío, snacks conscientes y un menú ligero pensado para seguir en movimiento. Su shot de jengibre y los prensados son compañía ideal después de surfear. Reponen y refrescan. Esta es la tercera sucursal de la cadena en la costa de La Libertad y se siente pensada para el ritmo de El Zonte.
Vitrina de diseño salvadoreño

La tarde estuvo dedicada a caminar por los puntos de diseño y compras locales. Wave House, con su pequeño espacio curado, reúne piezas de Lula Mena, Soüf, Sequence y arte de Abel Amaya. Es una vitrina concentrada de creaciones salvadoreñas contemporáneas. A pocas cuadras está Local Surf Brands, aquí ofrecen ropa y artículos para surf y skate con iconografía local (también hay cera para tablas, revistas de surf y café tostado local). Dos paradas obligadas para quienes quieren llevarse algo del pulso creativo de la zona.
Cena con fuego y mar

La cena también puede hacerse en Roka. La chef Raquel Iglesias, junto a Mónica Contreras, ha traído a El Zonte una cocina de fuego que mira lo local y lo femenino como principio. En la carta que sirven estos días está el tiradito Roka (con leche de tigre de alguashte); camarones coreanos con kimchi casero; kebab de pollo con hummus de frijol; y una burger peculiar (lomito + entraña + chistorra). Se debe cerrar la comida con el crème brûlée de café. La chef Iglesias propone sabores que dialogan entre la tradición salvadoreña y la técnica contemporánea. Roka está en soft opening y solo sirven cenas (reservación recomendada).
Un desayuno que pide volver

El último día quería que la mañana fuera calmada. Volví a Canegüe para entregarme de nuevo a la luz suave del desayuno y a mirar surfistas, ahora con la calma de quien ya entiende el ritmo del pueblo. La hamaca bajo las palmeras y una horchata con café fueron la despedida perfecta antes de poner el ritmo final al itinerario.
Antes de volver
Antes de cerrar estas palabras, hay un detalle del pulso local. El pequeño estero que divide al pueblo marca ritmos y propuestas. Hacia occidente hay ranchos y hoteles más íntimos; hacia el oriente hay restaurantes y hoteles con propuestas más editadas. Esa división, física y de espíritu, es parte de la gracia. Se puede elegir qué versión del pueblo se quiere en cada momento.
Desde El Zonte el aeropuerto queda a algo más de una hora por la Carretera del Litoral, y la ciudad de San Salvador está a cerca de una hora en carro. Para quienes no disponen de carro privado, existe la ruta 102 que sale desde la terminal de occidente, con paradas en La Ceiba o La Gran Vía, justo antes de salir de la ciudad. Todo esto hace que El Zonte sea un punto cómodo para combinar playa, montaña y la vida nocturna en El Tunco.

Es importante llevar dinero en efectivo. Algunos sitios como El Vikingo solo aceptan cash. Otros aceptan tarjeta y hasta bitcoin (Canegüe). Si vas a los tours de montaña o motocross, pide el equipo adecuado y confía en la experiencia de El Zonte School, la caravana suele llevar herramientas y conocimiento de talleres en ruta. Reserva para las cenas en El Vikingo y Roka. Ambas funcionan con un cupo limitado y horarios concretos.
El Zonte se lee como un pueblo que no busca ser otra cosa más que eso. Una playa con propuestas que se van puliendo sin perder la piel. Comer aquí es entrar en una conversación con productos locales, con chefs que traen historias y con lugares que respetan la lentitud del comensal.
Hacer aquí es elegir entre surfear, subir cerros, comprar una pieza única de autor o simplemente quedarse meciéndose en una hamaca viendo pasar la tarde. Dormir aquí es, a menudo, dormir cerca de la vida y no por encima de ella. Si vas a hacer 72 horas en El Zonte, llévate un apetito dispuesto a sorprenderse y un par de zapatos todo terreno, el resto llega solo.