Mimi Killz pinta en la noche, cuando el silencio la protege. Cada cuadro es un proceso de meses, de obsesión y perfección, pero también de juego. En su arte conviven la sensualidad, la disciplina y la rebeldía de una voz joven.
A Mimi Killz la vida le llegó con un pincel en las manos. O más bien, fue su madre quien se lo puso un día en que la niña estaba triste porque no tenía con quién jugar. Daniela, su nombre verdadero, recuerda que aquella tarde cambió todo. El caballete de juguete, el papel en blanco, el dibujo de una muñeca con zapatos diminutos. Fue el inicio de un lenguaje propio, de una manera de estar en el mundo. Desde entonces, su mirada se quedó atrapada en los detalles; en los brillos de la nariz de su madre; en la textura de un labio; en la posibilidad de transformar un calcetín en un sofá para muñecas. “Yo siempre tenía un ingenio para crear algo. Pero lo que creaba no se quedaba así nomás, siempre buscaba un detalle para que resaltara”, dice ahora, a sus veinte años.
Entre lo íntimo y lo urbano
Mimi creció rodeada de tatuajes y graffiti. Sus padres son tatuadores y desde pequeña asistía a exposiciones de grafiti, a murales en proceso, a calles intervenidas por el color. Su nombre artístico también lleva una historia familiar. “Mimi” fue siempre el apodo con que su padre la llamó desde pequeña, pero él mismo le sugirió añadirle algo más. “Me dijo: si solo firmás como Mimi, van a pensar que sos muy dulce, se van a querer aprovechar”, recuerda entre risas.
El complemento vino de una película que a su padre le fascinaba: Kill Bill. Así nació “Mimi Killz”, una firma que mezcla ternura y fuerza, y que, como su obra, habita en la frontera entre lo delicado y lo feroz. Esa mezcla de lo íntimo y lo urbano, la delicadeza de las facciones femeninas y la dureza metálica del aerosol, terminaría marcando su obra. “Mis pinturas no se miran tan clásicas porque siempre he tratado de ver algo urbano dentro de ellas”, dice. Y es cierto. Su universo es digital, líquido, cromado. A veces parece pintura, otras, pantalla.
Ese magnetismo la llevó al Palacio Tecleño de la Cultura y las Artes, con el respaldo de Premium Art Gallery, donde recientemente expuso Chrome Ladies, una serie que retrata a mujeres futuristas envueltas en texturas metálicas. No es solo como un ejercicio estético, en medio de los reflejos también aparece el monumento al Salvador del Mundo, incrustado en los lienzos como un recordatorio de su origen. “Quiero que, si mi cuadro se encuentra en otro lugar, digan: la artista es salvadoreña, y este es un monumento de su país”, afirma.
El pulso de la creación

La acuarela fue su primer territorio creativo. No había grandes recursos en casa, pero sí la insistencia de su madre en darle herramientas para experimentar. Con ese material sencillo, Mimi empezó a descubrir la paciencia que requiere el color, el tiempo de secado, la posibilidad de hacer que el agua se volviera luz. “La acuarela era lo más accesible en ese entonces”, recuerda. De ese inicio humilde nació una curiosidad que nunca se apagó. La de probar siempre una técnica nueva, de no quedarse fija en un estilo, de dejar que cada cuadro fuera también un aprendizaje.
El proceso de Mimi es lento, intenso, lleno de presión. Cada cuadro le toma dos o tres meses. Pinta de noche, en el silencio de su cuarto, porque solo ahí encuentra la calma necesaria para soportar la exigencia que ella misma se impone. “Siento que la presión crea los diamantes”, dice. En esa mezcla de gozo y tormenta, va trazando labios líquidos, piel brillante, reflejos que parecen palpitar.
No sigue reglas de anatomía. Prefiere el trazo a mano alzada, la imperfección y rebeldía se convierten en su sello. Su paleta está dominada por el blanco. El color que le permite exagerar la luz y los brillos hasta volverlos casi táctiles. Quiere que el espectador tenga ganas de tocar sus cuadros, de confirmar si esa textura metálica es real o ilusión.
La figura femenina atraviesa todo su trabajo. A veces es musa, a veces espejo. Su madre está presente en los rasgos de muchas de sus piezas. La nariz delicada, el brillo natural en la piel. “Quizás de tanto pasar con mi mamá y observarla, siempre al final de mis pinturas se mira algo de ella”, admite.
Pintar para sanar y resistir

Para Mimi, el arte es a la vez sanación y resistencia. Pinta para liberar las presiones que la vida le deja en los hombros, pero también para desafiar un entorno que muchas veces le ha dicho que del arte no se puede vivir. “Mis profesores de niña me decían: ‘No vas a vivir del arte en El Salvador’. ¿Por qué decirle eso a un niño?”, se pregunta. Lejos de rendirse, esas frases la empujaron a lo contrario. A probar que sí es posible.
Lo más difícil, dice, es el rechazo y el machismo que aún rodean a los jóvenes artistas, sobre todo a las mujeres. Pero ella insiste: “La calidad no viene con los años. Hay artistas jóvenes que ya están dando frutos porque tienen una obsesión con lo que hacen y los artistas también tenemos que comer”.
Las redes sociales han sido su ventana. Gracias a ellas ha vendido obras a otros países, ha conectado con coleccionistas y ha encontrado un público que se emociona con sus piezas. Una de sus primeras ventas fue a un extranjero que, al ver uno de sus cuadros, dijo reconocer en él la dulzura de su hija. “Me encanta que las personas se relacionen con mis obras. Eso es lo que hace que trasciendan”, asegura.
Con el tiempo aprendió a convivir con la presión de las redes sociales, las comparaciones y los comentarios. Pero cada vez que esa marea amenaza con distraerla, Mimi vuelve a escuchar una frase de su madre: “no mirés a los lados”. Ese recordatorio se ha vuelto un escudo contra la negatividad. “Estoy en mi mundo y no necesito la aprobación de otros para hacer algo”, dice. Esa convicción, que parece sencilla, sostiene gran parte de su disciplina y le ha permitido crear sin pedir permiso.
Lo que viene
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Mimi no sueña con la fama, sino con la influencia. Quiere ser una artista exitosa, sí, pero también alguien capaz de abrir camino para otros jóvenes. “Dentro de diez años me imagino feliz, dando apoyo a más chicos. Me gustaría ser una influencia para que otros se atrevan a vivir del arte”, dice.
Por ahora, la joven artista que un día convirtió un calcetín en un sofá para muñecas sigue descubriendo hasta dónde puede llegar la pintura. Aunque ya habita entre brillos cromados, futuros digitales y mujeres metálicas, no ha perdido la esencia de aquella niña que bailaba sin parar. La que encontró en un pincel su forma de estar en el mundo.