Después de quince años lejos de su tierra, el artista salvadoreño-estadounidense Erick Benítez vuelve a El Salvador y transforma su reencuentro en una instalación multidisciplinaria que mezcla memoria, identidad y cultura popular. La Fábrica es el escenario de este regreso hecho arte.
A veces hay que viajar miles de kilómetros para encontrar lo que uno lleva dentro. Eso hizo Erick Antonio Benítez cuando volvió a El Salvador después de quince años. Nació en Los Ángeles, creció entre dos idiomas, dos formas de entender el mundo, pero las raíces, aunque a veces invisibles, no se desvanecen. Lo aprendió en Morazán, en el Cantón El Peñón, de donde emigró su madre durante la guerra civil. Y lo confirmó en La Fábrica, un espacio artístico sembrado en los patios tropicales de Zaragoza, La Libertad, donde mostró su más reciente exposición: En Pocas Palabras.
El lugar es una vieja fábrica de baterías convertida en centro de creación. El espacio es dirigido por Ronald Moran. Hay almacenes de doble altura, estudios, tierra seca bajo los pies y árboles que filtran el sol como si también quisieran participar en el arte. Allí, entre cerros y silencio, Benítez presentó una instalación que parece hablar desde muchas voces: texto, fotografía, sonido, video, animación y objetos intervenidos. Un set de DJ que mezcla memorias.
Doce piezas ocupan el espacio como si fueran restos de un pasado no del todo resuelto. Hay defensas de ventanas hechas de acrílico que simulan el hierro forjado que protege las casas del miedo. Hay un camper de pick-up intervenido con luces, stickers y proyecciones que recuerda el maquillaje feroz de los buses del transporte público. Hay machetes que parecen disolverse, como si la historia quisiera borrarlos sin lograrlo.

“El machete carga con todo”, me dice Erick. Es herramienta, defensa, símbolo de violencia, de trabajo, de colonización y de resistencia. “Me interesaba mostrar cómo está desapareciendo, pero al mismo tiempo es parte de lo que somos. Por eso lo puse en acrílico, como si se fuera, pero quedará ahí”, agrega.
Erick habla con una mezcla de asombro y ternura por todo lo que redescubrió en el país. Regresó como artista y como hijo. Vio a su familia, escuchó el pregón de una vendedora de frutas que le sonó como rap, miró las defensas de las ventanas, los machetes colgados detrás de las puertas, la textura áspera de una cultura que sobrevive como puede. Todo eso lo transformó en arte.
“Creo que me hizo sentido ver cómo los objetos cotidianos están cargados de tanto significado. Las defensas, por ejemplo, no son solo ornamentos. Son respuestas al miedo. Y me interesaba cómo esos objetos, que también existen en Estados Unidos, tienen otra vida aquí. Como los buses escolares que allá recogen niños y aquí llevan obreros, estudiantes, sueños”, cuenta Erick.
"Yo pertenezco a dos lugares a la misma vez. Mi identidad está hecha de pedazos de aquí y de allá", Erick Benítez.

La exposición fue el cierre de su residencia artística en La Fábrica. Erick trabajó en colaboración con otros artistas como Lucy Tomasino, Didi Hiver y Yixuan Tan. Fue un proceso orgánico, dice, hecho de encuentros, de diálogos que se convirtieron en piezas.
En La Fábrica, Erick encontró también lo que en Los Ángeles le falta: “silencio”. Dice que allá su taller está en el centro, entre sirenas y concreto. Aquí había monte, pájaros, lluvia. Un retiro. Un espacio para pensar y recordar. Para crear sin ruido.
Erick también confiesa que encontró en Ronald Morán y Ana López algo más que mentores. Encontró interlocutores. Cada conversación con los otros residentes de La Fábrica se volvió una chispa creativa. Aunque no se definen como colectivo, hay una energía común que circula entre quienes habitan este espacio. Una mezcla de generosidad, experimentación y escucha activa.

“Quiero que la gente se mueva por la exposición como en un espacio tridimensional”, me explica. Que vea los textos, las imágenes, las formas. Que se conecte. Que piense en su propia historia cuando vea estos objetos.
Después de esta muestra, Erick vuelve a Estados Unidos. Tendrá otra exposición en Los Ángeles, se mudará a Nueva York y empezará un fellowship de enseñanza en Yale. Pero en su obra ya hay algo sembrado que no se borra: la memoria de un país que conoció en retazos, como un rompecabezas armado con machetes, ventanas y sonidos del mercado.
Y eso, en pocas palabras, es lo que hace el arte. Cortar el silencio, abrir caminos, como un machete que no olvida.