En un país donde todo invita a rendirse, dos hermanas decidieron hacer pan, pero no cualquier pan. Así nació Narcisa, una panadería vegana que convirtió la necesidad en filosofía, y la filosofía en masa. Esta es la historia de Pitu y Gaba.
Para el ojo apurado, Narcisa es apenas una panadería vegana. Pero basta cruzar la puerta para entender que es mucho más. Si uno entra, si huele, si prueba, si escucha, entenderá que no se trata solo de eso. Narcisa es una provocación. Una grieta en el cemento de lo establecido. Una trinchera azucarada desde la que se disputa el sentido común, mordida a mordida.
Detrás del horno están Pitu y Gaba, dos hermanas que crecieron en San Lorenzo, Ahuachapán, y que, al volverse veganas en 2016, se dieron cuenta de una ausencia brutal. No había pan dulce sin ingredientes animales. No había pan para ellas. Y como toda historia revolucionaria, comenzó con una carencia.
“Solo fue por la necesidad de pan dulce”, dijo Pitu, con esa risa que parece minimizar lo épico de sus palabras. Pero detrás del chiste está la verdad. El antojo de un pan con café en la tarde. La nostalgia por una costumbre tan salvadoreña, tan íntima, que parecía imposible sin mantequilla o leche.

Comenzaron en la cocina de su mamá. Pitu, recién salida del bachillerato, con una mezcla de tiempo libre, crisis existencial y ganas de hacer algo que le hiciera sentido. Gaba, un poco mayor, con el recuerdo fresco de no poder pagar la universidad y la firme decisión de no volver a vender su tiempo a un trabajo que no le gustara. Horneaban galletas durísimas que no se rompían ni al tirarlas al suelo, como recuerda su madre. Experimentaban. Jugaban. Creaban sin permiso. El pan era una excusa.
Ese impulso de hacer sin tener, de crear desde la precariedad, de convertir la necesidad en arte, es lo que sostiene a Narcisa hasta hoy. No hubo financiamiento. No hubo plan de negocios. No hubo inversionistas. Hubo, en cambio, donas con demasiada nuez moscada, galletas hippies llamadas Earthy Hands, y roles de canela que hicieron que por primera vez dijeran: “This is something”.
Pero ese “algo” no era solo pan. Era una filosofía. Un principio.
En El Salvador, el veganismo se mira con sospecha. Se le asocia con élites, con modas extranjeras, con cuerpos blancos del primer mundo. Pitu y Gaba desmontaron todo eso desde el inicio. El veganismo, para ellas, fue una puerta que se abrió hacia una conciencia más amplia marcada por ética animal, sostenibilidad, justicia social, y, sobre todo, dignidad. “No es que queríamos ser un donut place”, dice Pitu. “Queríamos pan, queríamos café, queríamos vivir con coherencia”, apoya Gaba.
Entonces comenzaron a aplicar esos principios a cada decisión: ¿De dónde viene la harina? ¿Quién cultiva las fresas? ¿Cuánta agua cuesta hacer este pastel? ¿Quién gana con este trato? ¿Qué tanto daño causa esta leche? De pronto, el pan se volvió un mapa de relaciones sociales, económicas y ecológicas. No era solo harina y levadura, ahora se habla de territorio, clase, y política.

En el corazón de todo eso habita una vibra. Una energía que no se puede cuantificar ni traducir a métricas. Narcisa es ese lugar donde vas por una dona y salís con un tatuaje, una charla incómoda, un libro prestado, una nueva amiga, una pregunta que no sabías que tenías. Es un punto de encuentro, no una franquicia. Un espacio de exploración donde las reglas del capitalismo se doblan un poco para hacerle lugar a lo humano.
"Nuestra metodología de negocio puede no ser muy tradicional... pero no estamos buscando crear un imperio. Estamos buscando crear algo que sí nos guste a nosotras, que se sienta real”, cuentan.
Esa autenticidad ha convocado a una comunidad diversa, contradictoria y comprometida. Desde los clientes que compraban galletas cuando apenas hacían delivery una vez a la semana, hasta quienes ahora visitan el café con la certeza de que ahí encontrarán algo más que comida. En el pop-up de Espacio 132, donde por primera vez mostraron sus rostros junto al pan, se selló un vínculo emocional con su comunidad que persiste hasta hoy. Esas primeras interacciones cara a cara con sus clientes transformaron el proyecto. Ya no era solo panadería, era un refugio. Un gesto estético y político.
Sin embargo, trabajar entre hermanas no es sencillo. “No hagan negocios con familia”, bromea Pitu, aunque en el fondo no es solo broma. Pitu no verbaliza sus recetas porque si las piensa demasiado, ya no le salen. Gaba necesita estructura, necesita escribir, anotar, ordenar. Una crea desde la intuición; la otra desde el archivo. En ese lenguaje de hermanas a veces hay interferencias. No siempre se entienden. A veces sí. Pero siempre hay algo más fuerte que la discusión del día: el porqué de todo esto. El origen.

Tal vez por eso Narcisa funciona. Porque se construye entre contrastes. Porque no teme mezclar ingredientes disonantes. Porque aprendieron todo “freestyle”. Porque lo que las universidades no enseñaron, lo enseñó la necesidad.
El nombre, Narcisa, tampoco es casual. Como explica Gaba, era una manera de jugar con lo estético, con lo que la gente espera de algo “bonito”. Narcisa suena delicada, pero no lo es del todo. Es empática y política. Es rosa, sí, pero también tiene filo. Es linda, pero tiene callos en las manos.
Hoy Narcisa es un espacio grande, consolidado, con un equipo de 12 personas y planes de crecer a 15. Preparan su propia leche de soya desde cero, compran fresas orgánicas a una cooperativa en Apaneca, semillas de marañón en San Vicente y flores a señoras del volcán. Saben que el monopolio de la harina en El Salvador limita sus opciones, pero aun así se las ingenian. Adaptarse es parte del juego.
No tienen metas de una expansión desmesuradas. No sueñan con ser una cadena. Pitu quiere abrir un pequeño Narcisa en su pueblito, volver a las raíces, hacer el pan más accesible. Gaba quiere que las líneas entre vida y trabajo se suavicen, tener tiempo para experimentar con otros formatos, tal vez un bar, tal vez pasteles.

“Queremos que el veganismo no se quede atrapado en San Benito”, dice Gaba con claridad, ella sabe lo que significa haber sido excluida. “No estamos reinventando la rueda. Solo estamos poniendo atención”, refuerza Pitu.
Eso es Narcisa: atención. Pan hecho con atención. Café servido con atención. Espacios abiertos con atención. No es una revolución pretenciosa, pero es una que se construye día a día. A veces entre risas, a veces con cansancio. Siempre con convicción.
Narcisa es la prueba de que otro modelo de negocio es posible. Uno donde el antojo se convierte en disidencia. Donde la estética no excluye la ética. Donde se puede vivir con belleza sin sacrificar la coherencia. Donde dos hermanas, desde un pueblo pequeño y con cero capital, pueden crear un universo entero con harina, azúcar, convicción y “polvo de hadas”.
Y pan, por supuesto. Porque todo comenzó con pan.