Durante años, el bótox fue sinónimo de exceso, de rostros congelados y de vanidad. Pero detrás de la aguja hay ciencia, decisión y también humanidad. El Dr. Andrés Hernández, especialista en estética, desmonta mitos y explica qué significa realmente aplicarse toxina botulínica.
Durante años, el bótox fue una palabra incómoda. Dicha en voz baja, casi con pena. Algunos la relacionaban con el exceso, otros con la vanidad. Los hombres, sobre todo, crecieron creyendo que era cosa ajena. Pero las cosas están cambiando. No por moda, sino por comprensión.
El Dr. Andrés Hernández lo ha visto en su consulta. Hombres jóvenes y mayores que llegan por primera vez, aún con dudas, preguntando si es verdad eso de que “te paraliza la cara”. Él, que no se da ínfulas ni vende fórmulas mágicas, comienza por explicar. Con paciencia, sin adornos. “Lo que la toxina hace es modular la expresión facial. No te cambia la cara, ni te quita lo que sos”, dice. Y con eso, rompe el primer mito.
El bótox o, más precisamente, la toxina botulínica, no es una invención reciente. Su origen, cuenta el doctor, fue una casualidad científica. Una bacteria descubierta en salchichas mal conservadas que paralizaba músculos. Décadas después, esa propiedad se convirtió en tratamiento médico. Y más adelante, en recurso estético. “Pero una cosa es saber que existe y otra es entender cómo usarla”, aclara. “Porque si se aplica mal, sí puede haber problemas: una sonrisa caída, una ceja torcida, una expresión apagada. Por eso hay que acudir a profesionales certificados”, cuenta.
En su clínica, Andher, ubicada en San Salvador, usan Xeomin, una toxina pura que no genera resistencia inmunológica. “Eso significa que el cuerpo no se acostumbra. Y permite hacer tratamientos más constantes sin perder efecto”, explica. Esa diferencia técnica, que para muchos puede sonar mínima, es la que determina si un procedimiento será duradero o frustrante.

La toxina se asocia comúnmente con arrugas, pero su uso hoy va mucho más allá. Hernández menciona aplicaciones para el bruxismo (ese rechinar de dientes involuntario), para suavizar el músculo del trapecio en personas con tensión crónica, e incluso para mejorar la textura de la piel con una técnica llamada i-detox. “La toxina relaja el músculo. Si la colocás de forma superficial en la piel, afina los poros, ilumina. No cambia los rasgos, mejora la superficie. Pero tenés que saber hacerlo”.
En ese punto, vuelve sobre la ética del trabajo. “Hay muchas clínicas que ven solo el costo. Jeringas baratas, materiales de poca calidad. Y desde ahí ya estás comprometiendo el resultado”, dice. Lo suyo, insiste, es probar cada tratamiento antes de ofrecerlo. “Todo lo que aplico, ya me lo he puesto yo. Y si no me funciona a mí, no lo uso con nadie”.
También desmonta la idea de que estos procedimientos están dirigidos solo a mujeres o a personas obsesionadas con su apariencia. “Hoy, muchos hombres se cuidan más. Hacen ejercicio, comen bien, duermen poco. La toxina no es una vanidad, es parte del mismo esfuerzo. Te ves como te sentís”.
Pero hacia el final de la conversación, el tema se abre. Porque no todo es técnica ni medicina estética. Hay algo más profundo en juego. El auge de estos procedimientos no puede desligarse de su contexto: redes sociales, filtros, globalización, estándares de belleza cada vez más exigentes. “Vivimos en un mundo donde la imagen se volvió parte del lenguaje. Nos ven antes de hablarnos”, dice el doctor.
Y, sin embargo, no hay una postura definitiva. Ni a favor ni en contra. Hay, más bien, una invitación a decidir con claridad. Porque el problema no es el bótox. El problema es no saber qué estamos buscando cuando lo usamos.
Al final, esto no va de arrugas ni de músculos. Va de lo que queremos contar con nuestra cara. Va de apropiarnos de nuestro cuerpo con información, con criterio, y ojalá, con cuidado. Si la decisión es hacerlo, que sea con respaldo médico. Si no, que sea sin culpa. Porque, como bien dice el doctor, “los rostros también cuentan historias. Y cada quien decide cómo quiere escribir la suya”.