Nómada presenta un nuevo menú que viaja por sabores lejanos sin perder sus raíces. Platos y cócteles que confirman por qué este restaurante sigue marcando el ritmo en la escena gastronómica de San Salvador.
En Nómada, la cocina emerge como si viniera desde las entrañas del planeta. Este año, el restaurante se ha propuesto escarbar en lo más profundo de la tierra para encontrar ingredientes y símbolos. La puesta en escena lo deja claro. Platos dispuestos sobre piedras, flores silvestres, aguas y estructuras orgánicas que evocan volcanes, lagos y cordilleras. Un montaje que sugiere que comer también puede ser un acto de contemplación.
La intención del nuevo menú es tan conceptual como visceral. El chef Daniel Núñez, bajo la dirección creativa de Óscar Peña, ha diseñado una experiencia que no se limita al paladar. El fuego, la humedad, la tierra y el humo no son simples referencias culinarias; son ideas que articulan cada plato y cada trago. Es un menú que no teme jugar con lo primitivo y lo elegante al mismo tiempo, ni con el contraste entre lo seco y lo húmedo.
La carta entera, en platos y cócteles, parece hablarnos del cambio como fuerza vital. La transformación no como caos, sino como génesis. Una lava que no destruye, sino que fertiliza. De ahí que los ingredientes seleccionados, rábano, sandía, pescado, cacao, mandarina, chiles, maíz, jengibre, soya, nos hablen de ciclos, de evolución y de territorio.

Hay platillos que son, literalmente, escenografías volcánicas. El Coatepeque Nahual, por ejemplo, baña unas pescadetas empanizadas en una mezcla que recuerda una erupción: agua de col morada, compota de sandía, soya, cilantro fresco y una leche de tigre con fuerza telúrica. La Capirotada del Picacho también rinde tributo a la geografía: masa frita de maíz con quesos hondureños y rábanos encurtidos que evocan las alturas del cerro que la inspira.
En Nómada, el fuego se sostiene gracias a un equipo que trabaja en equilibrio, con oficio y paciencia. Núñez encabeza la cocina con mirada amplia y criterio firme, pero esta nueva carta es también una coreografía ejecutada por varias manos. Mario Morán es el responsable del Atún Ishizuchi, marinado en soya, miso, jengibre y vinagre de arroz, encuentra balance en el melón, la fresa deshidratada y una leche de tigre de mandarina que lo suaviza todo. Un plato que se siente exacto: ni más ni menos de lo que tiene que ser.
A su lado, Gerardo Quijada firma el postre de cacao, el Corazón de Xocolatl, ganache de chocolate amargo, mole dulce, nicuatole, maní garapiñado, choux, cocoa y gel ácido de cacao. Un homenaje al cacao salvadoreño que habla del pasado prehispánico sin necesidad de palabras.

En la barra, Marcela y Jorge han optado por una sobriedad funcional. Los cócteles se presentan como piezas meditadas. Cada uno tiene una narrativa detrás, un lugar en el mundo como punto de partida: la isla volcánica de Jeju en Corea inspira el Madame Jeju; el Monte Fuji en Japón le da nombre al Fujika; la fuerza del volcán Etna en Italia se siente en el Etna Rosa. En este menú líquido predominan los destilados, las infusiones frutales y las fermentaciones artesanales. Nada está allí por accidente.
El Loto Negro, con whisky, sésamo negro y sake, es de los que se quedan en la memoria por su sabor ahumado. El Señorita Oliva, en cambio, presenta una mezcla inesperada de mezcal y aceite de oliva que funciona como una carta de amor a Oaxaca. Hay incluso un cóctel, Sierra Roja, que se sirve con una paleta de fresa con chamoy y tamarindo. Un gesto lúdico que no contradice el espíritu general: la seriedad con que se toma el placer.
Nómada ha vuelto a hacer lo que mejor sabe: mutar. Dejarse tocar por lo ancestral, sin dejar de hablarle al presente. En su local de San Benito, que para muchos ya es el distrito gastronómico de San Salvador, siguen los buenos beats, la iluminación tenue, la gente bien vestida. Pero algo ha cambiado. Ahora la invitación no es solo a probar: es a tocar, oler, compartir con las manos, sumergirse.
Para quienes buscan cena, lo ideal es llegar a las siete. Para quienes prefieren el ritual líquido, la barra se mantiene viva hasta medianoche entre semana y hasta la una los fines de semana. Y si aún no lo han hecho, pasen un fin de semana al brunch. La transformación en Nómada no descansa.

El recuerdo de una primera casa
Para entender lo que es Nómada hoy, también hay que recordar lo que fue. En 2017, cuando mantuvo sus puertas abiertas sobre el Bulevar Sergio Viera, aquel bar se convirtió, sin buscarlo, en punto de encuentro. Era pequeño, con la música justa y la luz pensada. Había que llegar con tiempo, reservar o simplemente tener suerte. Quienes vivieron esa etapa recuerdan algo más que los cócteles, recuerdan la atmósfera.
Era un lugar donde se bebía bien, sí, pero también donde uno podía pasar horas sin que nadie lo apurara, con la sensación de estar en un refugio. El actual Nómada mantiene parte de ese espíritu, pero con una madurez distinta. Ha crecido, se ha sofisticado, ha ganado músculo. Pero en ciertos gestos, en el ritmo de la cocina, en la forma en que se sirven los cócteles, en la confianza de su gente, aún sobrevive algo de aquella primera casa. Un modo de habitar el tiempo sin apuro.